miércoles, 11 de diciembre de 2013

Internacional

Mi asunto pendiente con el 11 de septiembre, por Bill Keller Diez años después de los ataques, conmemoramos la pérdida y destacamos el heroísmo, pero no hay un recuerdo organizado de los otros sentimientos que despertó ese día: el aturdimiento, la vulnerabilidad, la impotencia. Puede ser difícil recordar con la atención vuelta hacia el interior de una economía tambaleante, pero la súbitamente visible amenaza del mundo suscitó un belicoso impulso misional y convirtió en halcones a muchos –incluyéndome—que durante toda una vida habían desconfiado de la reacción guerrera. Cuando los aviones golpearon, estaba comenzando una nueva vida en la sección de Opinión, un ascenso de elevador dentro de la redacción del New York Times, en la que había trabajado como reportero y editor durante 17 años. Mi debut no ocurriría hasta dos semanas después, y estaba trabajando en un lindo y seguro ensayo sobre los derechos occidentales sobre el agua. Mientras se extendía la nube de cenizas, emprendí la marcha a pie a través de la ciudad estupefacta, sintiéndome más que inútil hasta que fui convocado por mi nuevo jefe a escribir. Algo. Ya. Mi primer columna de opinión, publicada el 12 de septiembre (de 2001), observaba las formas en que nuestro sentido del mundo cambiaría; seríamos como los israelíes, reorganizando nuestras vidas alrededor de la amenaza. La columna era lo contrario de belicosa. “Quizás”, aconsejaba, “después de represalias obligadas y simbólicas, que serán tan poco efectivas como las de Israel, nuestro presidente pasará más tiempo hablando sobre la vigilancia real de la inteligencia y la justicia –que, a su vez, depende de un mundo de alianzas cuidadosamente atendidas—y menos sobre la amenaza de videojuego del misil nuclear de algún Estado rebelde y suicida que se puede manejar en la soledad de la Sala de Situación”. Pero mi opinión prudente enseguida pareció inadecuada. Recuerdo un creciente instinto de protección, agudizado por el nacimiento de mi segunda hija casi exactamente nueve meses después de los ataques. Algo pavoroso estaba suelto en el mundo, y la urgencia de detenerlo, de hacer algo –de demostrar algo—estaba superando la instrucción, obtenida a lo largo de una carrera, en las virtudes de la precaución y el escepticismo. Para cuando nació Alice, mi atención ya estaba en Irak, un lugar que tenía, en sentido literal, casi nada que ver con el 11 de septiembre, pero que sería su más polémica consecuencia. Y ya no estaba predicando “la vigilancia real de la inteligencia y la justicia”. Durante los meses de discusión pública sobre cómo lidiar con Saddam Hussein, bauticé una asociación imaginaria de opinadores como I-Can’t-Believe-I’m-a-Hawk Club (Club No Puedo Creer que Soy un Halcón), compuesta por liberales en los que el 11 de septiembre había suscitado una nueva voluntad de emplear el poderío norteamericano. Era un grupo grande y estimable de escritores y afiliaciones, que incluía, entre otros, a Thomas Friedman del New York Times; Fareed Zakaria de Newsweek; George Packer y Jeffrey Goldberg de The New Yorker; Richard Cohen de The Washington Post; el blogger Andrew Sullivan; Paul Berman de Dissent; Christopher Hitchens de casi todas partes; y Kenneth Pollack, el ex analista de la C.I.A. cuyo libro, “The Threatening Storm” (La Tormenta Amenazante) se convirtió en el manual liberal sobre la amenaza iraquí (Sí, es seguramente relevante que este fuera un club exclusivamente de varones). En varias columnas desplegué justificaciones para derrocar a Saddam Hussein. Había advertencias —la más significativa, que no había razón para apresurarse, que deberíamos esperar para ver si el comportamiento de Irak podía ser contenido suficientemente por sanciones e inspecciones. Como muchos halcones liberales, era ambivalente: Pollack decía que estaba 55 a 45 por la Guerra, lo que parecía correcto. Pero cuando las tropas entraron, entraron con mi bendición. Por supuesto, no creo que el Presidente Bush estuviera esperando el permiso de la página de Opinión del New York Times –o, llegado el caso, de mis amigos en la redacción, que durante el debate previo a la guerra publicaron algunos artículos notoriamente crédulos sobre las armas iraquíes. La administración, sin embargo, estaba claramente complacida de citar a los halcones liberales como prueba de que invadir Irak no era sólo el acto impetuoso de unos cowboys neoconservadores. Así, Tony Judt acuñó en 2006 otro nombre, poco amable, para nuestro club: “Los Idiotas Útiles de Bush”. En 2004, un año después de la invasión, y otra vez en 2008, Jacob Weisberg, editor de la revista digital Slate y miembro de mi club I-Can’t-Believe, invitó a los halcones liberales a reconsiderar su apoyo a la guerra. Las respuestas variaron del remordimiento a la autoreivindicación, con un montón de dudas torturadas y puestas a la defensiva en el medio. Pero yo contuve la lengua. Para entonces, había pasado de la página de Opinión a un trabajo –director periodístico—en el que estaba obligado a preservar mis opiniones para mí mismo, a fin de que no fueran confundidas con un programa del diario o influyeran en nuestra cobertura. Estoy seguro de que los reporteros que han cubierto Irak con tanta distinción en los años siguientes no podían decir si yo todavía creía que la guerra era justa o necesaria. No estoy seguro de que lo supiera yo mismo por entonces. El trabajo de las noticias es relatar, con ojos limpios, lo que es; y las preguntas sobre lo que debería ser son una distracción. En cualquier caso, decliné participar en el examen de conciencia colectivo de Slate. Pero he regresado al negocio de la opinión, en un momento en el que el rol de los Estados Unidos en el mundo –y en Irak—todavía está en discusión. Así que permítanme ser el último del club en volver sobre mis pasos y ver si hay allí algo de sabiduría por salvar. La pregunta es, en verdad, doble: sabiendo lo que sabemos ahora, con la gloriosa ventaja de la anticipación, ¿era un error invadir y ocupar Irak? Y sabiendo lo que sabíamos entonces, ¿estábamos equivocados al apoyar la guerra? En términos generales, había tres argumentos para invadir Irak: el humanitario de que Saddam Hussein era un monstruo cuyas crueldades eran intolerables para las naciones civilizadas; el de la oportunidad –que podríamos plantar las semillas de la democracia y la libertad en una región que las necesitaba desesperadamente; y el estratégico de que Hussein planteaba una amenaza importante, no sólo por sus arsenales de armas sin control sino también por su costumbre de hacer trizas las fronteras y por la hospitalidad que ofrecía a terroristas de varias clases. Para muchos de nosotros, el argumento del monstruo era potente, aun si no era suficiente. La persecución genocida de los kurdos por Hussein, el Grand Guignol de sus prisiones y el recuerdo de su salvaje asalto a Kuwait lo confirmaban como el más bestial de los déspotas. Aquellos como Christopher Hitchens que habían hecho amigos en la minoría de kurdos iraquíes sentían una aguda simpatía y un sentido de obligación, porque los Estados Unidos habían abandonado a los kurdos a la masacre después de la primera guerra del Golfo. Otros traían a colación las lecciones de Bosnia, donde una alianza liderada por los Estados Unidos había detenido a los asesinos serbios y de algún modo borrado el residuo de impotencia norteamericana dejada por Ho Chi Minh y “Black Hawk Down.” Estábamos, como lo puso Andrew Sullivan, enamorados de (nuestra) propia moralidad. Pero hay muchos regímenes monstruosos que no nos tomamos el trabajo de derrocar. Tal vez debería habernos llamado la atención que Samantha Power, quien literalmente escribió el libro sobre la intervención humanitaria (el libro ganador del Pulitzer “A Problem From Hell: America and the Age of Genocide” o “Problema Infernal: Estados Unidos en la Era del Genocidio”) y que había respaldado la intervención armada en Bosnia y Rwanda, y en una época anterior en Irak, no apoyó la invasión de 2003. “Mi criterio para la intervención militar –con una fuerte preferencia por la intervención multilateral—es la amenaza inmediata de una pérdida de vidas a gran escala”, explicó Power, quien actualmente aconseja al Presidente Obama sobre asuntos multilaterales y derechos humanos. “Ese es un estándar que habría sido respetado en Irak en 1988 pero no lo fue en 2003”. La idea de que los Estados Unidos pudieran instalar la democracia en Irak siempre me pareció una expresión de deseos de las racionalizaciones de la guerra, aunque alguna gente que conocía la región mucho menos que yo la defendió. Es verdad que habíamos hecho de parteros de nuevas democracias en Alemania y Japón después de la II Guerra Mundial. Pero esas eran sociedades cansadas por la guerra, con instituciones estabilizadoras, economías industrializadas y culturas nacionales coherentes, y aun así la reconstrucción fue colosalmente costosa. El académico iraquí exiliado Kanan Makiya —un impulsor de la invasión que más tarde se arrepintió— observó que la población de Irak estaba tan traumatizada por décadas de abuso que no estaban dispuestos a tomar la iniciativa o la responsabilidad: “Un régimen fue removido y un pueblo liberado en una noche, pero era un pueblo que no entendía lo que le había ocurrido o por qué”. Y si hubiéramos estado prestando mayor atención, como deberíamos haber hecho, nos habríamos alarmado por el hecho de que los autores de la invasión habían mostrado un abierto desdén por el tipo de “construcción nacional” que acompañó al Plan Marshall. Parecían tener en mente un proyecto de democracia de “golpe-y-escape” para Irak, lo que era una locura. Más allá de Irak, la idea de que un país democratizado bajo la ocupación norteamericana se convertiría en un faro para la región, un antídoto para la venenosa doctrina del extremismo, era altamente cuestionable, dada la amarga historia de ocupación de la región y el resentimiento popular contra los Estados Unidos por, entre otras cosas, su generoso apoyo a tantos autócratas árabes. Resultó, aunque nadie lo imaginó ocho años atrás, que el modelo para los que aspiran a la democracia en el mundo árabe sería Túnez, seguido muy de cerca por Egipto y Yemen. ¿Sugieren estos ejemplos que si hubiéramos esperando suficiente los iraquíes se hubieran librado por sí mismos de Hussein sin la intervención norteamericana? Lo dudo; seguramente Hussein hubiera seguido los ejemplos iraní y sirio de pura brutalidad antes que rendirse a las calles. ¿O es justo argumentar que el derrocamiento de Saddam Hussein abrió el camino, incluso inspiró, los recientes levantamientos en el Mediterráneo? Probablemente no. Amigos que han cubierto el despertar árabe en el terreno dicen que hay un orgullo potente de su caracter indígena y específicamente el orgullo de que no han sido auspiciados por Washington. Más aún, la ocupación de Irak por los Estados Unidos y los levantamientos sectarios resultantes han sido instrumentos de propaganda de otros dictadores que trataban de mantenerse en el poder. El aspecto principal para vender la guerra de Irak, al menos al público norteamericano, fue que Hussein representaba una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos. ¿Pero qué clase de amenaza, exactamente? Irak no era, como había sido Afganistán, anfitrión y base de operaciones de la nueva corriente de fascismo islámico representado por Al Qaeda. Es verdad que Hussein albergó a algunos personajes desagradables, pero lo mismo hicieron otros dictadores hostiles a los Estados Unidos. En su momento, Irak fue uno de los siete países señalados como fomentadores del terrorismo por el Departamento de Estado, y en los otros seis casos nos contentamos con sanciones. Y sus fuerzas convencionales –lo que quedó de él luego de haber sido desguazado en los desiertos de Kuwait e Irak en 1991— estaban bajo estrecha supervisión. Esto deja solo las elusivas armas de destrucción masiva. Olvidamos qué amplio era el consenso de que Hussein escondía el tipo de arma que podía descargar un holocausto sobre un vecino o sobre los Estados Unidos a través de algún intermediario. Había poseído recientemente armas químicas (las utilizó contra los kurdos), y hacía pocos años que habíamos descubierto que tenía la activa ambición de adquirir armas nucleares. Los inspectores que peinaron el país después de la primera guerra del Golfo descubrieron un programa nuclear mucho más avanzado de lo que nuestras agencias de inteligencia habían creído; así que es entendible que, la siguiente vez, los analistas se equivocaran creyendo lo peor. Sabemos que ese consenso estaba equivocado y que fue construido en parte con inteligencia que nuestros analistas tenían buenas razones para considerar una fabricación. ¿Deberíamos haberlo sabido en 2003 aquellos que no teníamos acceso directo a ella? Ciertamente deberíamos haber tenido más sospechas sobre las seguridades del gobierno. Kenneth Pollack, el ex analista de la C.I.A. que ahora está en la Brookings Institution, admite que debería haber ahondado más en las afirmaciones de las usinas de la inteligencia; se engañó, dice, porque habían subestimado seriamente a Hussein en el pasado. Unos pocos periodistas —notablemente, Jonathan Landay y Warren Strobel de los periódicos Knight Ridder— enfatizaron inteligencia opuesta que cuestionaba las capacidades de Hussein. Pero, asumiendo que no podíamos saberlo con certeza, ¿cuál hubiera sido una probabilidad aceptable? Si había sólo una posibilidad del 50 por ciento de que Hussein estuviera cerca de poseer armas nucleares, ¿podíamos vivir con ello? ¿Una en cinco? ¿Una en 10? Colin Powell, quien supervisó la campaña que expulsó a Saddam Hussein de Kuwait en 1991 y fue el más cauto de los miembros del gabinete de guerra del Presidente Bush, estaba convencido en forma reticente (embaucado, diría después) de que el riesgo planteado por las armas de destrucción masiva merecía una acción militar. Su palabra tenía mucho peso. El periodista y autor Fred Kaplan fue uno de muchos, sospecho, que se unió al club de los halcones por la fuerza del discurso de Powell ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas seis semanas antes de la invasión. “Me impactó en particular la grabación de una escucha que pasó Powell, una conversación telefónica en la que un oficial de la Guardia Republicana iraquí dice a otro que limpie un sitio antes de que los inspectores lleguen”, recordó Kaplan. Supimos mucho después que los oficiales iraquíes querían borrar rastros de armas químicas que habían sido guardados antes de la primera guerra del Golfo. Kaplan se fue del club de los halcones un mes después cuando llegó a la conclusión de que, estuviera la invasión moralmente justificada o no, dudaba que la administración Bush estuviera a la altura de la tarea. El resto de nosotros todavía estaba un poco drogado por la testosterona. Y, quizás, también un poco complacidos con nostros mismos por alzarnos contra el mal y desafiar la caricatura de los liberales como, para tomar una frase de esos días, monos de la derrota-comedores-de-brie. En 1992, después de expulsar al ejército iraquí de Kuwait, el secretario de Defensa Dick Cheney reflexionó sobre el cálculo de la guerra. ¿Por qué, preguntó a un público en Seattle, los Estados Unidos no persiguieron a las fuerzas de Hussein hasta Bagdad y lo sacaron del poder? Porque, dijo, esto hubiera comprometido a los Estados Unidos a una inaceptable ocupación por largo tiempo y hubiera significado más muertes norteamericanas. “La pregunta en mi mente es ¿cuántas más muertes norteamericanas vale Saddam?”, preguntó. “Y la respuesta es: no tantas, maldita sea”. Por supuesto, Cheney no fue tan prudente la segunda vez. Junto con los argumentos que él y muchos otros plantearon después del 11 de septiembre, hubo algunas presunciones no suficientemente consideradas: que éramos competentes para invadir y ocupar Irak sin convertirlo en un lío horroroso y que podíamos hacerlo a un costo –de vidas y dinero— con el que podíamos vivir. Al final, los costos fueron más grandes que los que nadie había anticipado por los calamitosos errores en la ejecución. Algunos críticos pondrían al principio de la lista de errores garrafales el abrupto desmantelamiento del ejército iraquí y la purga del Partido Baath de los ministerios del gobierno, movidas que simultáneamente privaron de instituciones estabilizadoras al país agitado y crearon un cuadro de insurgentes enojados y listos para la batalla. Otros dirán que el error más estúpido fue la falta de un plan creíble para lo que vino tras la conquista. Otros apuntarán a la locura de nombrar en puestos clave a exiliados hambrientos de poder –entregar el Ministerio de Petróleo al gran estafador Ahmed Chalabi, por ejemplo. Al final, Fred Kaplan, quien predijo que lo arruinarían, parecía Nostradamus. Basta considerar los números. En la breve primera guerra del Golfo, murieron 148 norteamericanos en combate. En la guerra actual, el precio hasta ahora es de casi 4.500 norteamericanos muertos y 32.000 heridos. Al menos 100.000 iraquíes, la mayoría no combatiente, han muerto en forma violenta. Una guerra y una ocupación que se preveía costaran 100.000 millones de dólares a lo largo de dos años ha costado ya más de ocho veces ese monto. Y las fichas siguen cayendo en el reloj. Por ese precio, hemos comprando un Irak en el que el miedo al tirano ha dado paso al miedo a una muerte azarosa. Bagdad sigue siendo un laberinto de muros antibomba y bloqueos de control, menos amenazados que durante las espasmódicas masacres sectarias de 2006-2007, pero todavía un lugar muy peligroso en el que vivir. Hay un temblequeante parlamento electo, pero pocos de los otros cimientos de una sociedad civil, como una prensa independiente y tribunales confiables. La economía todavía depende sobre todo del petróleo y el empleo estatal. Es uno de los países más corruptos de la tierra. Y hay poca esperanza en que las cosas no serán peores. Muchos iraquíes temen que la ocupación norteamericana (como todavía la llaman) es lo único que evita un resurgir de las matanzas sectarias e incluso de un gobierno más autoritario. Nuestra ocupación de Irak también nos ha distraido de Afganistán, ha provisto un elemento de propaganda para los reclutadores de Al Qaeda y ha limitado la credibilidad de nuestro apoyo a los movimientos independentistas en todas partes. Vale la pena mencionar, también, que nuestra posición moral como campeones de la sociedad civil ha sido comprometida por los abusos de Abu Ghraib y (el programa de) las entregas (de prisioneros a otros países para ser interrogados) y la tortura, subproductos de la guerra que quedarán como una mancha en nuestra reputación. ¿Adónde me lleva esto? El mundo se ha librado, para bien, de Saddam Hussein, pero conociendo, como conocemos ahora, la exageración sobre la amenaza de Hussein, el costo en vidas iraquíes y norteamericanas y el hecho de que nada de este gran derroche nos ha comprado confianza en el futuro de Irak o avanzado la causa de la libertad en alguna otra parte –creo que la Operación Libertad Iraquí fue un monumental error. Si era equivocado apoyar la invasión en ese momento es más difícil de determinar. No podía prever que manejaríamos tan mal la guerra, pero podía ver que no había un plan claro –y en los más altos niveles, una desvergonzada caradurez—para lo que venía después de la invasión. No podía haber sabido cuán mala era la inteligencia, pero podía ver que la Casa Blanca y el Pentágono estaban tan ansiosos de ir que eran, probablemente, indiferentes a cualquier evidencia que no encajara con su perspectiva. Podía ver que habían abrazado a Chalabi, el exiliado incitador de la guerra, pese a las considerables sospechas dentro del Departamento de Estado y en otras partes de que era un charlatán. Podía haber visto, si hubiera mirado lo suficiente, que, aun acorde con las más funestas estimaciones de las capacidades de Hussein, no representaba lo que Oliver Wendell Holmes Jr. llamó, en un contexto muy diferente, “un peligro claro e inminente”. Pero yo quería estar del lado de los que hacían algo, y pararme a un lado y mirar no era suficiente. Como candidato a presidente, George W. Bush adujo, como es bien sabido, que para imponer respeto en el mundo necesitábamos mostrar, no sólo fuerza, sino también humildad. En el poder, sin embargo, la humildad dio paso a la desmesura. El presidente Bush se equivocó. Y yo también. El remedio para el mal periodismo es más y mejor periodismo. Los reporteros del New York Times compensaron sus crédulos artículos previos a la guerra con investigaciones sobre la mala inteligencia y con una valiente, implacable e iluminadora cobertura de la guerra y la ocupación. Pero lo que el Times escribe arroja una larga sombra. Durante años, nuestras primeras historias (y, en menor medida, lo que la gente como yo escribió en las páginas de opinión), publicitando la amenaza de Irak, alimentaron la sospecha, especialmente en la izquierda, de que no éramos confiables. John F. Burns, corresponsal que relató la tiranía de Hussein mientras todavía estaba en el poder y se quedó para cubrir la invasión y sus secuelas, recuerda la hostilidad por reflejo que encontró como reportero del Times en sus viajes de regreso. “Éramos todos mentirosos, propagandistas de la guerra, perros falderos de Bush y Cheney y así”, me contó. “Fuera lo que fuere que escribíamos —sin importar qué y sin importar qué tan bien documentado— era desdeñado como propaganda de Bush”, añadió Dexter Filkins, quien cubrió los campos de batalla y la política de Afganistán e Irak para el Times antes de irse en enero pasado a (la revista)The New Yorker. “Probablemente, esto hubiera ocurrido de todos modos, pero las fallas reales del periódico dieron más credibilidad a esas críticas –y más alcance— de lo que merecían. Recordá que también los derechistas (y un montón de militares) nos odiaban por entonces, porque la guerra había empezado a andar mal desde el mismo inicio y lo estábamos contando”. La última gran historia que apareció durante mi turno como director periodístico fue el levantamiento de Libia. Los contornos no eran exactamente los mismos, pero involucraban otro hombre fuerte, atrincherado y grotesco; otra economía petrolera; otra sociedad árabe fracturada; otra nube de desinformación. Esta vez, todos –presidente, público y prensa—elegimos nuestro camino en ese marasmo más cuidadosamente, sopesando el impulso de apoyar la libertad contra el costo de convertirse en parte de un drama que no entendemos enteramente. Esta es la cautela de un país que se siente más amenazado en estos días por la propia economía que por los enemigos externos. Pero, para algunos de nosotros, es también el costoso aprendizaje de Irak.

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